Del Sahel a Europa
CARLES CASAJUANA (HTTPS://WWW.LAVANGUARDIA.COM/AUTORES/CARLES-CASAJUANA.HTML)
21/08/2018 00:30 | Actualizado a 21/08/2018 03:29
Todos hemos oído hablar del efecto mariposa y de cómo el aleteo de un insecto en el otro extremo del mundo puede poner en marcha una cadena de hechos que terminen causando un descalabro geopolítico o económico aquí, pero no sé si somos conscientes de hasta qué punto nuestro futuro depende de la situación en unos países que a veces no somos capaces ni de situar correctamente en el mapa, como Mali, Níger o Burkina Faso. Hablamos de las idas y venidas del Aquarius, discutimos si la generosa actitud del Gobierno de Pedro Sánchez puede generar un efecto llamada, vemos las imágenes del nuevo líder del PP, Pablo Casado, tratando de convertir la llegada de inmigrantes en un foco de controversia, nos llevamos las manos a la cabeza por las medidas del ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, pero no siempre estamos dispuestos a ir un poco más allá y reflexionar sobre las causas del fenómeno migratorio.
A nadie le gusta tenerse que ir del lugar en que ha nacido y crecido. A veces pensamos que todo el mundo quiere vivir en Europa y no es cierto. Salvo casos muy especiales, la emigración no suele ser voluntaria. Si en Siria no hubiera desde hace seis años una guerra civil devastadora, sus habitantes no arriesgarían la vida por venir. Si Libia no fuera un Estado fallido, sin ninguna garantía para los derechos de nadie, sin una mínima seguridad, pocos libios abandonarían el país. La mayoría de los habitantes de Marruecos, Argelia y Egipto no sienten una necesidad tan acuciante de emigrar porque sus países disponen de una estructura política y económica que, sin ser óptima, es suficiente para retenerlos. Pero más al sur, los habitantes de los países del Sahel están obligados a elegir entre una miseria casi absoluta o la emigración. ¿Nos puede sorprender que muchos elijan la emigración, sabiendo que sólo uno de cada tres o de cada cuatro conseguirá llegar a Europa y que los otros morirán por el camino?
Mauritania, Níger, Chad, Mali y Burkina Faso están entre los países más pobres de la tierra. Son países desertificados por el cambio climático, inseguros, mal gobernados, infestados de grupos terroristas, castigados por el tráfico de drogas, de armas y de seres humanos. Tienen más de ochenta millones de habitantes y la natalidad es muy alta, con más de seis hijos por mujer de media. En veinte años, su población se puede multiplicar por dos o por tres. El producto nacional bruto de los cinco, sumado, equivale al 5% del español. A través de Libia –una frontera hoy inexistente–, los habitantes de estos países pueden llegar al Mediterráneo y embarcarse hacia Europa. También lo pueden hacer, con más dificultades, a través de Marruecos, o saliendo desde Mauritania para ir a Canarias. Si no tienen
más alternativa que el hambre y la inseguridad, ¿nos puede sorprender que se arriesguen a ello? ¿No es ilusorio pensar que podremos mantener nuestro Estado de bienestar tan cerca de unos países en los que faltan las condiciones más elementales para una vida digna?
A comienzos de agosto, Pablo Casado hizo unas extrañas declaraciones diciendo que España no puede absorber a millones de africanos. Era una manera de generar una alarma innecesaria, porque en lo que iba de año sólo habían llegado a España 26.000 inmigrantes irregulares, no millones. Pero Casado también hizo una propuesta cargada de buen sentido: un plan Marshall de la Unión Europea para los países africanos de origen. En la misma línea, el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, dijo en el Congreso no hace mucho que la solución no es levantar muros para evitar la llegada de inmigrantes, sino ofrecerles oportunidades en su tierra.
El Sahel es uno de los lugares en los que es más urgente aplicar esta política. Hay programas de seguridad y de asistencia económica de la Unión Europea para estabilizar la zona. Lo explicaba en una entrevista en este diario hace poco el enviado especial de la Unión, el diplomático español Ángel Losada, buen amigo desde hace cuarenta años, que se está dejando la piel. Pero los recursos que Europa destina al Sahel son muy pequeños en comparación con los quebraderos de cabeza que nos puede crear si lo abandonamos a su suerte.
La inmigración es un fenómeno complejo y no hay fórmulas simples para afrontarlo. Exige un cóctel de medidas que incluye el control de las fronteras, ciertamente, pero también la apertura de canales legales para venir a Europa (porque necesitamos inmigrantes, pero no que vengan a través de las redes de tráfico de personas) y, sobre todo, la mejora de la situación económica y social en los países de origen. Nos debatimos entre la generosidad y la xenofobia aquí y deberíamos estar hablando de cómo mejorar las condiciones de vida allá. Evitar que los habitantes de estos países vengan es muy complicado, por más muros que levantemos: lo que hay que evitar es que quieran venir. En pocos lugares se ve esto con tanta claridad como en el Sahel.